RELATO DE UN ENCUENTRO – Edición julio 2020

Conversando con Ernesto vía WhatsApp

Este «Relato de un Encuentro» viene dado por su contrariedad, al menos en el sentido estricto de la palabra encuentro. El confinamiento hizo de esta experiencia algo bien diferente a la anterior, se hizo en varios días, sin vernos y sin charlar al mismo tiempo. Mas bien pareció una vieja comunicación radial o telegráfica, aunque la realizamos por WhatsApp: uno iniciaba la conversación, y el otro respondía cuando podía; y viceversa. La sorpresa que generaban esos mensajes sin horario se traducían en sonrisas frente al celular.

Sin dudas el momento histórico que estamos atravesando nos pone en un desafío interesantísimo para repensar nuestras practicas comunicativas que se manifiestan de un sinfín de maneras, si es que existe la predisposición de hacerlo.

Yendo al grano, este «encuentro» se da con una persona que participa desde hace ya muchos años en nuestra comunidad, pero cuando pensé en él, me di cuenta que hay muchos aspectos de su vida que desconocía. Sepan disculpar si este relato está un tanto bañado de egoísmo, pero no pude contener las ganas de conocer un poco más a un hermano.

Cuando me propusieron volver a escribir esta columna, pensé en esta persona porque conocí el lugar vive con su familia, en el corazón de las indescifrables calles del barrio «Villa Mitre» de la ciudad de Bahía Blanca -aunque, quienes viven ahí, dicen que es otra ciudad, que comienza cuando se cruzan las vías-.

Su nombre es Ernesto Sandobal, alguien que aceptó con gusto este desafío. Cabe aclarar que la modalidad que decidimos para nuestro «encuentro» fue un tanto atípica, yo era el encargado de enviar inquietudes y/o preguntas que el respondía cuando sus tiempos lo permitían; pues ni él ni su esposa pudieron parar y «quedarse en casa» en esta cuarentena. Ella es enfermera de guardia de un conocido nosocomio de la ciudad, y él reparte gas a familias que se topan con el confinamiento y un otoño sureño que de a poco comienza a ser más duro.

Su primer mensaje me llegó un domingo a media mañana. Para un millennial quizás sería un mensaje larguísimo, pero yo no dude con ese audio de doce minutos, lo escuché en un abrir y cerrar de ojos. Si bien todavía no habíamos acordado de lo que charlaríamos, Ernesto comenzó su mensaje de voz diciéndome: «Bueno supongo lo primero que habría que hacer es presentarse». Esa presentación fue una expresión a corazón abierto, desde principio a fin. Casi me podía imaginar como esa persona estaba contándome su historia en una mañana soleadita de domingo, en la que las ganas de compartir sus experiencias pasadas vencen a las de tomarse un tiempo de descanso.

Me cuenta su infancia y adolescencia, comparte sus sentires más profundos. Me cuenta que su madre, si bien tiene orígenes italianos, nació en un pueblo fronterizo de Chubut, donde la Patagonia se comparte entre argentinos y chilenos. «Mi viejo es chileno» -dice él-, aunque confirma que es difícil hacer una distinción entre países ya que su papa nació prácticamente en una carreta porque su abuelo era arriero. Trabajo que compartió con su padre cuando creció.

Ernesto deja ver que sus orígenes familiares no son claros en cuanto a limites, aunque si en cuanto a origen: es hijo de trabajadores que sorteaban los limites políticos para realizar el noble oficio del arriero de ganado, cruzando la cordillera para ambos lados cuando el siglo XX comenzaba a promediar su mitad.

La historia de amor entre sus padres comienza prácticamente con la mudanza de la pareja a Bahía Blanca y es donde Ernesto nace por el año 1964.

«Mi viejo fue por ahí un tipo ausente, ya que no se abría a lo social y no se pudo adaptar a la ciudad», descifro en su tono de voz un poco de enojo y reclamo, pero también una comprensión llena de amor, intentando entender las consecuencias del cambio de vida. Ernesto tuvo que convivir con esta situación compleja, «tal vez eso hizo que busque aferrarme al amor de Dios» me dice.

Entrado en su adolescencia quiso conocer los orígenes de sus padres, así que emprendió un viaje de mochilero a la Patagonia.  Me dice que no le costó tomar la decisión ya que siempre fue muy «callejero», pero no «de la calle» pues siempre tuvo lugar donde volver. La intención era conocer a sus abuelas y aunque pudo cumplir con ese objetivo, tuvo un primer gran disgusto con la Iglesia. Pidió asilo en una capilla, allá en Junín de Los Andes, antes de cruzar a Chile para conocer a su abuela paterna, donde le garantizan alojamiento, pero cuando volvió a la noche, le prohibieron entrar. Noto en su voz un ápice de bronca, de desilusión.

Me quedo pensando cómo al no mantener la palabra en aquella capilla, el lo marca como una de sus primeras disoluciones con la Iglesia, aunque no con Dios.

En ese derrotero intenta encontrar refugio religioso por fuera de la Iglesia de origen materna sin conseguir «encajar», como dice él; ya que las iglesias en las que comenzó a participar eran según el Pichi Ruka -cerradas o pequeñas- en lengua mapuche.

Luego de su viaje, decidió estudiar en la Armada Argentina -algo bastante común en Bahía Blanca-. Pero un nuevo golpe se avecina: la guerra de Malvinas, donde pierde casi todos sus amigos de escuela militar. Sin embargo, y fiel a su personalidad optimista, me dice que esta situación fue la que le permitió encontrarse con un miembro de la Iglesia Valdense, un compañero de «colimba»; una iglesia desconocida para el hasta el momento.

Termina el mensaje, pero comienza una relación de suma cercanía con alguien que en un audio de doce minutos me dio un pantallazo sumamente profundo de su historia, de su vida; una mezcla de padre, madre, Patagonia, destierro, ciudad, guerra, amigos, familia, viaje, búsqueda, fe y varios etcéteras. En doce minutos pude vislumbrar a una persona que se encuentra y se desencuentra con su vida e historia; y me deja ver claramente un espíritu curioso que sabe sacar lo bueno de cada situación.

«Bueno, acá la familia se está despertando», me dice y su vida vuelve al presente.

 

Un segundo mensaje llega mientras espera que carguen el camión. Antes, le pedí que me cuente sobre sus primeros acercamientos con la Iglesia Valdense. Me dice que el tema surgió en algunas charlas con Eduardo Baridón -conocido miembro de la comunidad-, su compañero de colimba. Después de varias invitaciones, una tarde tomo la decisión y lo recibió el pastor de ese tiempo, David Baret. «Le expresé ser amigo de Edu, y que quería congregarme», dice. El pastor lo invito a la reunión de jóvenes, y con el tiempo su sumergió en la lectura de la historia valdense. «Me impactó la revolución personal de Pedro Valdo, contra el poder religioso de la época», comenta.

De a poco fue participando en más actividades, y al tiempo quiso confirmarse, recibiendo estudios bíblicos. Lo recuerda como una experiencia hermosa y positiva. Recuerda su tiempo en el grupo de jóvenes y los campamentos como experiencias inolvidables. Incluso me comparte una anécdota: «Una vez, organizamos un campamento en Sierra de la ventana. Nos llevó Enrique Lefiu y Dora Janavel. A mitad de camino se reventó una cubierta y para nuestra sorpresa, no tenía auxilio. Enrique se volvió a dedo hacia Bahía para conseguir otra rueda, mientras nosotros esperábamos tomando sol en la banquina».

Cuando le pregunto qué es la vida de fe, me dice que para él es tener la convicción de que el Padre celestial esta siempre, en cada segundo, en cada respiro, en cada exhalación. «Creer eso elevado al cuadrado del infinito nos puede dar un atisbo de lo que es», me escribe y confirma sus convicciones. Pero también me dice que la Fe no es sólo personal, sino que lo comunitario lo hace participar como un instrumento más de la orquesta que Jesús consagro como un solo cuerpo. En esa vida de fe se convive con las diferencias, aceptando cómo es el otro, lo importante es compartir sabiendo que Dios esta donde se reúnen en su nombre.

Ernesto y Natalia, su compañera, viven una vida de fe plena, e intentan educar a sus hijos en ella. Me comparte que ve, en su familia, la cosecha de una siembra fértil; poder inculcar a sus hijos un Evangelio abierto y actual, lo llena de orgullo.

Llega una nueva semana. Un día más de cuarentena. De nuevo un mensaje mientras espera en la planta de carga. Me pregunto si su lugar de trabajo lo ayuda a reflexionar. En esta ocasión, me dice: «creo que es una virtud la capacidad de lectura del Evangelio de los valdenses; aunque, a veces, la tradición lleva a un estancamiento. Quizás una forma de romper con esta quietud, una buena forma de transformarse, es compartir con otros y otras; con otros movimientos religiosos, con otros espacios sociales, con familias que han dejado de congregarse y con otras realidades que ayudarían a cambiarnos y a cambiar»

Intercambiamos varios mensajes más, y nuestra «conversación» va llegando a su fin. No puedo dejar de mencionar lo agradecido que se siente Ernesto con la gran familia valdense, recordando en especial a los Baridon, Janavel, Montangie-Bertinat. Pero, creo luego de este relato, seremos los lectores quienes le agradezcamos a Ernesto y su familia, que hayan compartido una parte de su historia con tanto amor, humildad, sabiduría y transparencia.

Gonzalo Bertín

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