La viajante interestelar había hecho un larguísimo itinerario en el espacio. Todo era allí un gran vacío en el que ella se movía a su antojo, una ínfima molécula en un océano calmo.
Ya estaba cerca de su próxima estrella. No faltaba mucho para que sus rayos la empezaran a abrazar, acariciándole el rostro y atrayéndola con fuerza incontrolable. Se acercó como nunca antes para ver danzar cada átomo, para contemplar la combustión, la magia de transmutación que solo una estrella podía mostrar.
-Ah, ¿te sorprende verme así?- Preguntó la estrella complacida.
-Un poco… -respondió la viajante-. No hay muchas como vos por aquí.
-Lógico –rió aquella complacida-. Pocas llegamos a este hermoso color. Esto es fusión nuclear pura y dura. Tengo hidrógeno, helio, carbono… Lo que quieras. ¡Mirá qué tonalidades!
La estrella sonreía, haciendo estallar ráfagas de plasma que golpeaban como látigos.
-Sí. Interesante. Supe que en la Tierra te llaman ‘supergigante roja’.
-Psssss… Eso dirán, pero no saben nada –dijo, pedante. Tenía millones de datos sobre su propia condición. Se conocía a sí misma desde el inicio de los tiempos, tenía mediciones exactas de su luminosidad, de la cantidad de átomos de helio que estaba fundiendo en este mismo momento. Le gustaba presentarse como una futura supernova que dejaría marcas indelebles en el universo. Era orgullosa y se alimentaba con la curiosidad de los visitantes.
-Y dígame. ¿Hay muchos seres vivos por aquí?
La estrella hizo una mueca de desagrado. Su existencia milenaria había sido en soledad.
-¿Seres vivientes? ¡Por favor, no me venga con naderías! Esas cosas nacen, crecen, se reproducen y mueren; su vida no representa nada para mí. No emiten luz, apenas si generan calor… ¿A quién le importa un ser viviente?
-No lo sé –respondió la otra pensativa-; pero para ellos ustedes son importantes. No porque sean bellas. Es por la luz que les envían.
Entonces la viajante se sentó a conversar, y contó con entusiasmo la historia de una estrella que animaba con su luz la vida en la Tierra. Contó con lujo de detalles, emocionándose al recordar el proceso de fotosíntesis, los ciclos del agua, la síntesis de vitamina D en muchos animales. Todo gracias a esa pequeña estrella llamada Sol.
-Bueno, tiene mucha propaganda –concluyó la gigante roja, mal herida.
-Quizá sí. Pero ilumina. Ilumina de una forma distinta, porque su luz sirve a alguien más.
No ilumina para sí, no lo hace para ser recordada. Lo hace con naturalidad, con el combustible que el universo le dio, y tiene tanta suerte, que su luz genera y sostiene la vida.
“Ustedes son la luz del mundo” (Mt.5:14) se dijo cierta vez aquí en la Tierra. No fue dicho para que nos sintamos estrellas que iluminan para ser vistas. Fue dicho para que, siendo conscientes de nuestra luz, aprendamos a proyectarla; para abrazar a otros, para regalarles la calidez y la fuerza de la vida.
Dios del universo, fuerza expansiva que ha creado cada estrella. Enséñanos a ser luz.
Enséñanos a ser parte del milagro.
Juan Javier Pioli
Profesor de historia de secundaria y secretario teológico en el Centro Emmanuel en Colonia Valdense, Uruguay.