Los relatos que componen este libro nos sitúan en los recuerdos del pastor Carlos Delmonte Pons de Colonia Cosmopolita, por espacio de algunas décadas en las que transcurre su infancia, adolescencia y juventud (aproximadamente desde los 40 a los 70 del siglo XX).
Karina Thove
Múltiples anécdotas pueblan sus páginas donde no solo descubrimos personajes, sino también costumbres y estilos de vida de otros tiempos, fuertemente marcada por la comunidad de pertenencia y una identidad ineludible en todos los procesos de expansión de la colonización valdense que se dieron en el departamento.
Decía un madurísimo Gabriel García Márquez al ofrecernos sus relatos autobiográficos en Vivir para contarla (2002), que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Toda literatura autoreferencial merece ser analizada de esta manera aun cuando valdría decir lo mismo para otro tipo de relatos/megarelatos que se construyen con otras pretensiones de “validez universal”.
La memoria siempre es selectiva y guarda porfiadamente en sus rincones aquellos recuerdos que más nos han marcado en la vida, tanto buenos como malos, resignifica aquellos que lejos de desvanecerse en el tiempo se magnifican porque los vivimos así, con esa intensidad, con ese fervor infantil, adolescente o juvenil en que ahora siguen latiendo adentro nuestro, aunque hayan pasado muchos años y nosotros mismos ya seamos otros, formemos parte de otro paisaje o encontremos en aquel sentir una extrañeza en la cual, no obstante, nos seguimos reconociendo.
En el caso de estos relatos del pastor Delmonte, como él mismo lo cuenta en la introducción, surgen como una necesidad de contar (¿y de contarse?), de contarle a uno de sus nietos cómo era él en su infancia, de contarle a una sobrina cómo era su padre que murió joven, evocar, a pedido de su hermana, cómo era Cosmopolita en ese lejano tiempo de la infancia que, según pasan los años, todos recordamos con mayor nitidez desde los espejos cotidianos del presente.
El autor, chueco de nacimiento, juega con esa palabra para bautizar a sus relatos porque sabe que sus recuerdos pueden ser recordados por otros de una manera distinta, con otros acentos, con otra “chuequera”, la que le imprime el recuerdo propio y personal a cada visita que hacemos al pasado.
LA VIDA EN TORNO A LA IGLESIA
“En los años 1948 a 1954 la vida en Cosmopolita era muy tranquila. Las únicas tensiones que había eran primitivas y pasajeras. Como ser, cuando don Elías Ganio encontró el perro de Hernández en su sótano disfrutando de sus provisiones y agarró la escopeta y le descargó un cartucho. O cuando Edmundo, que hacía el correo de Cosmopolita a Rosario ida y vuelta, le tiró al suelo un pedazo de la verja de casa a papá, en una marcha atrás descuidada y papá lo esperó a la vuelta con munición de grueso calibre, no en su escopeta, sino en su discurso”. Así comienzan los relatos que dan cuenta de una vida de pueblo tranquila, sencilla donde la ausencia de grandes desacuerdos tenía mucho que ver con esa cercanía y con que “no había riqueza impertinente ni pobreza de no poder comer”.
La vida, girando a través de la iglesia, era algo muy natural en una colonia valdense como Cosmopolita y, sin lugar a dudas, marcó muy especialmente al chico Carlos. Si bien en sus relatos no está la intención de contarnos cómo fue despertando esa vocación por seguir la carrera pastoral en él, es claro que se sintió fuertemente influenciado por su proximidad con los tres pastores que vivían allí, cerca de su casa y muy presentes en su vida cotidiana. “Don Pedro Bounus, vivía al lado de nuestra casa. A unas tres o cuatro cuadras, don Enrique Beux. Y casi frente a nuestra casa, en la iglesia, Emilio H. Ganz”.
Muchas anécdotas están relacionadas con todos ellos y con la vida social que imprimía la iglesia desde la temprana escuela dominical pasando por las actividades deportivas en la Unión Cristiana (campeonatos de voleibol, atletismo, futbol), el teatro, el coro y hasta las excursiones para ir de pesca a los arroyos o ríos cercanos.
“Cualquier persona que cumpla un papel de protagonista en una historia debe saber que su experiencia y participación es producto del entorno donde se formó y vive. Todos somos deudores de lo que recibimos de aquellos que nos rodean y nuestro pensamiento se nutre sin duda de la experiencia comunitaria. Siempre debemos pensar que nuestro yo se relativiza y al mismo tiempo se enriquece cuando aprendemos a decir nosotros. Porque estamos llamados a crecer en todo sentido, buscar la forma de desarrollar nuestras capacidades, pero será en relación con los que nos rodean. Es en el servicio a los demás donde se desarrollará nuestra vocación”, reflexiona más adelante Delmonte, a modo de introducción, en la parte del libro que está dedicada a contarle a Sonia, su sobrina, los recuerdos que se asocian con su hermano Darío.
PERSONAJES
Algunas breves pinceladas de los personajes que el niño y el joven Carlos observa y va descubriendo de su baúl de recuerdos y que asoman en cada relato:
“Venía a casa caminando con sus botas que parecían de siete leguas. Se instalaba sin más trámite debajo de la parra. Abría su baúl y aparecían sus tesoros. Botones, puntillas, sedalina de todos los colores, hilo de coser para la máquina, agujas pequeñas y de tejer y lo más importante, alguna pastilla para los chicos”. Así comienza la descripción de un personaje, “el turco grande” esperado en pueblos y campaña para proveer de tan útiles y necesarios elementos para la vida doméstica de las familias.
O la descripción de un “siete oficios” de la época: “Ramón Barca trabajaba de peón. De una casa a otra, tanto carpía los naranjos como daba vuelta tierra en la huerta, limpiaba un patio, como ayudaba en la carneada, esquilaba ovejas como enchufaba girasol o juntaba maíz. Era alambrador, lo contrataban para hacer leña en un monte y no sé si no domaba potros también”.
El padre de Carlos, Esteban, tenía peluquería en la casa y esto nutre abundantemente de personajes e historias. “Eustaquio fumaba unos cigarros de tabaco negro, la marca era Rio Novo. Tenían un olor muy fuerte. Armaba los puchos y después de prenderlos y aspirar el humo los iban mascando desde la otra punta. Nunca se sacaba el cigarrillo de la boca”.
ANECDOTAS
La simpleza de la vida está dada en anécdotas como esta: “Nosotros íbamos descalzos a la escuela. Llevábamos las alpargatas envueltas en un papel debajo del brazo. Las usábamos solo cuando entrábamos al salón”. O esta otra: “Pepe siempre nos sacaba a pasear, nos llevaba en el auto. Recuerdo que fuimos a Juan Lacaze a visitar al club Cyssa, cuyo edificio hacía poco que había sido terminado; allí, en su cantina, tomé la primera Coca Cola de mi vida”.
No menos emocionante es la descripción de un viaje a Montevideo que comenzaba yendo a la “parada Travers” a tomar el tren. “Había que levantarse de madrugada. Caminar ligerito dos kilómetros hasta llegar a la vía y allí esperar que viniera el tren. Llamar a Travers para que se levantara y parara el tren con un farol de vidrio rojo (…) La máquina a vapor parecía enorme, con dos vagones, uno de carga, uno de pasajeros y el furgón de cola para la estafeta. La estafeta era el hombre encargado de los trámites, encomiendas, cartas, etc. Al tren lo manejaba el maquinista, también iba el foguista y el guarda. Todos de uniforme con gorras diferentes. Cada uno de acuerdo con su rango”.
Y la descripción del viaje, que cada vez resulta más una aventura, incluso saliéndonos de esos ojos infantiles, continúa cuando nos enteramos que en Rosario hacían combinación con el tren que venía de Colonia, luego, una nueva combinación en Mal Abrigo donde tomaban un motocar que era más veloz y ese si los dejaba en la estación central de Montevideo, aproximadamente 8 horas después de haber salido. Delmonte también nos deja otro dato: ese mismo viaje, por Onda, se hacía en 5 horas. En la narración, hay una visita al estadio Centenario a ver un partido de Peñarol y Wanderers con el hermano mayor, empleado del ferrocarril que vivía en la capital.
Aparecen otras anécdotas relacionadas con el escenario de la segunda guerra mundial que, si bien se veía como lejana o recientemente superada, era motivo de conversación e incluso disputas con algún vecino de ideas profascistas. Lo más impactante en la memoria del futuro pastor fue recibir la visita de “la tía Flora” directo de Holanda, que solo hablaba francés y conocían a través de intercambios epistolares. “Tía Flora contaba del horror de los bombardeos. Cómo tenían que apagar hasta las velas en la casa y quedarse quietos, sin poder salir. En los cuentos iban apareciendo todas las grandezas y las miserias humanas. Todo aparecía en esos cuentos simples. Por ejemplo, contaba que cuando llegaron los aliados para liberarlos, y estando ella en un tren, subieron unos soldados americanos y repartieron naranjas, pero solo a los niños que viajaban. Nos decía que ella le pidió las cascaras a un niño, las guardó en un pañuelo y por varios días les tomaba el perfume”.
Se describe, con bastante minuciosidad la casa en la que vivieron los Delmonte Pons -el hogar- así como la antigua casa pastoral de Cosmopolita que fue demolida cuando la sede pastoral pasó de la colonia a Juan Lacaze. “Hubo muchos miembros de iglesia que no estuvieron de acuerdo y como una reacción de protesta, se demolió esa casa para dejar lugar al nuevo salón de gimnasio que desde hacía mucho tiempo se estaba planificando edificar”.
Conforme se avanza en el libro, emerge el adolescente y el joven Carlos. Aparecen relatos más dolorosos o trágicos como el accidente que sufre el relator y que lo obliga a una larga internación en Montevideo, la muerte temprana del padre y, un nuevo accidente que se cobra la vida de uno de sus hermanos.
Las posibilidades que tiene el joven de estudiar e irse lejos de su comunidad de origen, dada la vocación y la carrera abrazada, en realidad lo llevan a volver una y otra vez y, ahora, a visitarla desde los recuerdos que el tiempo ha solidificado en la memoria para volcarlos vívidamente en estas Historias chuecas.
CONTRATAPA Y SOLAPA
El libro fue editado y diseñado por Santiago Gilles, con ilustración de portada del artista Alejandro Rodríguez Juele.
Contratapa. “El libro que tiene en sus manos trata de las redes sociales. Pero no las redes virtuales como Facebook, Instagram, Twitter, etc., sino que trata de las redes sociales, propiamente dichas, las que existen entre las personas, en una comunidad, en un pueblo casi caserío…como lo era la Colonia Cosmopolita de mediados del siglo pasado en adelante. Esa comunidad en la que vivió el autor, Delmonte, el pastor, Carlitos; quien fue acumulando vivencias desde muy chiquito, que continuó registrándolas durante su adolescencia y más, y en algún momento luego, sintió que era tiempo de agruparlas en un libro para compartirlas.
No conocí a casi ninguno de los personajes, amigos o familiares de los que nos habla el autor, pero los disfruto como si los conociera, el relato fluye suave y transparentemente. Es como si el pastor se hubiera bajado del púlpito desde el cual nos contaba del periplo del pueblo elegido o nos explicaba del esperanzador mensaje del Evangelio, y se hubiera sentado en una rueda imaginaria, con el termo y mate obligatorio, y ahora nos explica como era su comunidad cosmopolitense, sus vivencias, sus anécdotas.
Y por momentos a medida que avanza la charla, me parece que sube nuevamente al púlpito y a través de sus relatos, casi sin darnos cuenta, nos enseña, nos habla de los valores, del amor al prójimo; nos da, imperceptiblemente, lecciones de vida.
Seguramente estimado lector, cuando termine de leer este libro sobre las redes sociales de una pequeña comunidad uruguaya, concluirá conmigo que se merece un “Me gusta”, o mejor aún, un “Me encanta”. Pablo Abelenda Bonnet.
Solapa. Carlos Delmonte Pons nació el 8 de julio de 1938 en Colonia Cosmopolita. En 1954 inicia sus estudios en la Facultad de Teología en Buenos Aires. En 1960 estudia un semestre en la Facultad Valdense de Teología (Roma) y en 1961 otro semestre en el Instituto ecuménico de Bossey (Ginebra), en donde conoce a Elisabeth Lindenberg. En 1962, ya en Uruguay, hace un año de práctica en Colonia Valdense junto al pastor Wilfrido Artús. El 5 de marzo es consagrado pastor. El 28 de abril de 1963 se casa con Elisabeth en Cosmopolita.
Trabaja como pastor en Colonia del Sacramento. Desde 1964 a 1965 trabaja como secretario de la Juventud de las Iglesias de la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay, en Montevideo, en donde nacen Margarita y Erika, sus hijas mayores. Desde 1966 a 1973 es pastor en Colonia Iris (La Pampa, Argentina), en donde nacen Carolina y Martin, sus hijos menores. Períodos pastorales siguientes: Colonia Valdense (1973-1985); Montevideo (1985-1998); Ombués de Lavalle (1998-2005).
Ya como pastor emérito, vive en el balneario de Zanja Honda hasta 2019, año en que se establece, junto a su esposa, en el Hogar para Ancianos de Colonia Valdense.