Leemos en nuestras Biblias: Lucas 10:1-11, 16-20.
Muchas veces, quienes nos hemos acostumbrado a leer la Biblia, encontramos en estas palabras un mandato, y lo aplicamos especialmente a quienes asumen distintos ministerios en la iglesia, especialmente los y las pastores/as y evangelistas. Y vemos con recelo a otros que se llaman a sí mismos ministros y evangelistas que no cumplen con estas reglas de humildad y sencillez, y por el contrario lo asumen como un lugar de poder, de ostentación y camino de riqueza.
Pero yo quisiera hoy pensar por qué Jesús da estas instrucciones ¿Estaría pensando solo en los mensajeros o también en quienes reciben el mensaje? Y considero la realidad concreta de la Galilea rural, y a dónde y a quiénes son enviados estos misioneros (y seguramente también algunas misioneras, ya que vemos a muchas mujeres activas en el entorno de Jesús). Y descubro que son enviados a las aldeas de gente campesina, a las casas de las gentes sencillas, los mismos lugares que Jesús va a visitar y dónde enseñará con sus parábolas y curará con su amor, y alimentará con el pan físico y con el pan espiritual.
El mensaje del Reino que han de presentar no debe estar marcado por signos de distinción u opulencia. Ni trae promesas en ese sentido. Todo lo contrario, quienes lo predican no tendrán otra cosa que ofrecer que el propio mensaje, y a su vez descansarán en la hospitalidad y buena voluntad de quienes lo reciben. Se anuncia como vínculo de paz.
Con estas instrucciones Jesús no solo enseña a sus mensajeros/as, sino también define su público, a quienes está dirigido. No habrá muchos en palacios o ricas haciendas –si es que alguna vez llegan allí—dispuestos a escuchar a predicadores que tienen más apariencia de mendigos que de sabios eruditos, y a quienes deben alimentar. Quienes reciban a estos misioneros de la Palabra deberán al mismo tiempo mostrarse abiertos a lo desconocido, actuar desde la solidaridad y confiar en la gracia divina, más que en los regalos de la fortuna.
La respuesta de estos mensajeros es que vieron como se deshacía el mal, como quienes aceptaban esta palabra eran liberados de sus “demonios”. Y esto, y no el poder para hacerlo, es lo que trae el gozo. Algunos aprendieron a confiar y otros a compartir. Que la verdad no descansa ni en la riqueza ni en la apariencia, sino en la fe que la sustenta. Y todos y todas pudieron vislumbrar una vida más plena, lo que escribe sus nombres en el libro de la vida, en la eternidad divina.
Néstor Míguez
Ex-presidente de la Federación Argentina de Iglesias Evangélicas (FAIE).