Leemos en nuestra Biblia: Marcos 3:20-35
Este relato nos recrea una situación en la cual Jesús intenta comer en una casa junto a sus discípulos, aquellos doce que había seleccionado para acompañarlo en su misión, pero es tanta la gente que se agolpa para verlo, para pedirle milagros, que ni siquiera puede probar bocado. Su familia piensa que está loco. Los escribas que habían llegado de Jerusalén lo acusan de estar poseído por el jefe de los demonios, Beelzebú, y que por eso él tiene el poder de expulsar a espíritus malignos del cuerpo de las personas. Pero Jesús entonces argumenta: “¿Cómo puede Satanás expulsarse a sí mismo? Si los habitantes de un país se pelean entre sí, el país acaba por destruirse. Si los miembros de una familia se pelean unos contra otros, la familia también acabará por destruirse. Y si Satanás lucha contra sí mismo, acabará con su propio reino.”
Cuando su familia llega lo mandan a llamar, para que salga de la casa y poder hablar con él; la gente le avisa que su madre y hermanos están afuera esperándolo, pero Jesús responde: “—¿Quiénes son en verdad mi madre y mis hermanos?” Y mirando a quienes están sentados a su alrededor, dice: “—¡Estos son mi madre y mis hermanos! Porque, en verdad, cualquiera que obedece a Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre.”
Qué difícil es en estos tiempos responder, como Jesús, “cualquiera que obedece a Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Tendemos, por el contrario, a buscar hasta la mínima excusa para dividir, distinguir, agrupar, segmentar nuestra sociedad. Agrupamos por edades, agrupamos por género, agrupamos por raza, color de piel, color de equipo de fútbol, agrupamos por ideología política o por confesión religiosa y, además, nos arrogamos el derecho a determinar quién es el “buen cristiano” y quién no.
Estamos atravesando, como humanidad, un tiempo histórico donde deberíamos poder ver en el otro, en la otra, a nuestro hermano, hermana o madre. La pandemia del COVID 19, actuando quizás como uno de esos demonios que expulsaba Jesús, nos tienta a levantar el dedo y señalarnos unos a otros, a dividirnos, a buscar culpables, a estigmatizar. Estamos divididos entre pandemia sí, pandemia no, vacunas sí, vacunas no, aislamiento y cuarentena versus libre circulación “responsable”. Sacamos a relucir nuestro individualismo, apelamos a nuestro derecho soberano a la libertad, y poco nos detenemos a pensar en el derecho soberano a la vida, el derecho de todos y todas a la vida, y a una vida buena. El “yo” no nos permite ver el “nosotros/as”, y entonces nos peleamos, olvidando que, si nos peleamos, acabaremos destruidos. Como cristianos estamos olvidando la nueva ley que nos dejó Jesús de amar al otro como a nosotros y nosotras mismas.
Quiero pedirle al Dios amoroso padre y madre que nos ayude a mantener los ojos, la mente y el corazón abiertos para ver el nosotros/as antes que el yo; que Jesús nos susurre suavemente al oído que aquello que hicimos por cualquiera de nuestros hermanos y hermanas más pequeñas, lo hicimos por él; que el Espíritu Santo inflame nuestros corazones de amor y podamos ver en cada persona el rostro de nuestro amado Creador. – Amen.
Miriam Brito
Comunidad valdense Paraná – Santa Fe, Argentina.