Conversación con Fernando Charbonnier Rivoir
Seguramente Fernando, Hildegard y sus hijos ni soñaban que su familia crecería de golpe. Lyobov, Alona y Karina tampoco tenían en sus planes salir de Ucrania de un momento a otro con lo puesto, dejar la casa, la comunidad vecinal y buscar refugio en algún lugar donde la vida tuviera una perspectiva más esperanzadora. La realidad los puso bajo el mismo techo. La estupidez de la guerra tiene esas cosas y muchas otras infinitamente peores.
Fernando Charbonnier Rivoir vive desde 1992 con su esposa y sus dos hijos en Alemania, en el norte del país. En estas semanas Lyobov, Alona y Karina han pasado a ser parte de su familia. Escapando de la guerra en Ucrania llegaron a Alemania y ellos las recibieron en su casa.
Son parte de esa ola migratoria de millones, nadie sabe precisar bien cuántos, pero muchos, que cruzan la frontera, dejan todo menos la esperanza de volver. «Son en su mayor parte mujeres con hijos y esperan volver a su país en cuanto haya posibilidad», nos decía Erika Delmonte también desde Alemania. «Buscan quedarse lo más cerca posible de la frontera con Ucrania porque no pierden las esperanzas de reencontrarse con sus familias lo más pronto posible».
Con una cercanía que no hubiéramos imaginado hace pocos años, conversamos el sábado de Semana Santa con Fernando tratando de acercarnos a una vivencia cercana de una realidad que desde estas latitudes vivimos como ajena: la de los refugiados y la de quienes dan refugio. Fernando tomaba mate pero no pudo convidarme. La pandemia se dio por terminada pero compartir el mate por internet todavía no es posible. Todavía.
Creció en Colonia Valdense. Fue a Montevideo buscando la Facultad de Agronomía donde se quedó y encontró también a Hildegard, con quien también se quedó. Tuvieron un hijo en Alemania y una hija en Ecuador. Hoy viven en el norte, cerca de Bremenn.
«Pedimos la bendición para nuestro matrimonio en 1994 en el templo de Colonia Valdense en una ceremonia presidida por el pastor Carlos Delmonte. Elisabeth tradujo para que mis suegros se sintieran integrados.» Lo recuerda como uno de los momentos dignos de ocupar espacio en la memoria.
Hay que dar una mano
«Se lo pregunté a una persona de Ucrania que conozco muy bien como compañera de trabajo. Me dijo: te mandó Dios. Tengo una amiga de la Universidad en Ucrania que viene en camino. Disparó con su hija de Kiev y se viene para Alemania en un auto bastante destartalado. La frontera era un caos. Estuvo cuatro días durmiendo en el auto de a ratitos para ir corriéndolo de a cinco metros. De ahí se fueron a Polonia, a Varsovia y desde ahí, a través de una prima de Hildegard, a Alemania. Llegó con su hija de 10 años, ella tiene 39. Les ofrecimos lugar en nuestra casa para que se queden. Gracias a Dios tenemos casa grande y la posibilidad de hacerlo. Lyobov, su madre, vivía en Moscú pero con pasaporte ucraniano lo que volvía bastante difícil su situación. Literalmente te digo, consiguió una valija y digamos que se escapó. Desde el momento que decía que era ucraniana no le vendían pasajes. Tuvo que venir por Lituania en tren. Y desde ahí hubo gente organizada que pudo recibirla. Hace cinco o seis semanas de eso.»
Tanto Fernando como Érika nos remarcaron la buena disposición de las personas en Alemania para recibir a esta ola migratoria. Fernando agregaba que a su juicio el gobierno es algo «tibio en el apoyo. La ciudadanía está dispuesta a dar más». Acordaron también al considerar que esta ola de refugiados es muy distinta a la que llegó en 2015.
«Los refugiados africanos», dice Fernando, «vienen perseguidos por una realidad económica que los expulsa. La ola que vino de Siria fue una mezcla de razones. Siempre la realidad es muy compleja y variada. Cualquier simplificación significa una injusticia y apartarse de la realidad. Hay una ley para que las personas venidas de Ucrania ni bien ingresan a Alemania, lo hagan con todos los derechos para trabajar, cosa que no ha ocurrido con otros. Ha llegado gente muy calificada desde el punto de vista profesional.»
Alona había vivido en Alemania ya en un plan de intercambio. Habla ruso, ucraniano, inglés, alemán y algo de español. Vivió en España durante un breve tiempo. Trabaja como traductora, estudió pedagogía, le han ofrecido trabajo en el liceo. Lyobov, su madre y Karina, su hija, sólo hablan ruso y ucraniano. La niña tendrá clases de apoyo en alemán pero ingresa a la escuela a la que asisten los demás niños alemanes para facilitar su integración.
No es tiempo que posibilite planes muy seguros para sus vidas, lo cierto es que en Ucrania no les ha quedado familia, no saben de su departamento, si existe, si se destruyó en algún bombardeo. Ha llamado a gente de su comunidad de vecinos y no hay nadie allí. Ella salió inmediatamente que se declaró la guerra. La gente que está llegando ahora viene ya con otros problemas mayores.
«Nosotros tratamos de dar una respuesta de mínima solidaridad humana», dice Fernando, «la problemática es muy compleja. Es inimaginable para nosotros lo que significa que te digan que tenés unos minutos para cargar lo que puedas, desprenderte de todo, casa, amigos, escuela, trabajo, pertenencia y salir, para algún lado, salir. Lo que hacemos es muy mínimo frente a una realidad tan tremenda. El número de refugiados no se sabe con precisión. Se habla de hasta diez millones lo que me parece exagerado pero no lo sabemos a ciencia cierta. Quisimos hacer un gesto con rostro y con historia más allá de la ayuda anónima que se da en alimentos, productos de higiene, dinero…»
Para hablar con Lybov y con Karina recurren a la ayuda de un traductor automático en el celular. Seguramente todo es una experiencia más que removedora para todos. Fernando destacó en toda la conversación el sentimiento de gratitud que manifiestan Lyobov, Alona, Karina.
Nota publicada en la edición de mayo del Boletín: «Cuestión de Fe», 2022