850 años es mucho tiempo

850 años es mucho tiempo, sobre todo para un movimiento cristiano pequeño que durante mucho tiempo ha sido víctima de discriminación e incluso de persecución y, más aún, cuando ese movimiento está disperso en comunidades muy pequeñas en un vasto territorio. Que hayamos sobrevivido, en mi humilde opinión, se debe esencialmente a la extraordinaria pasión de nuestra comunidad por escuchar y predicar la Palabra del Señor, suscitada y guiada por el Espíritu, en una búsqueda constante no sólo de fidelidad doctrinal, sino también de su compromiso de vivir en Dios, que es amor, frente a los desafíos que todos-as afrontamos. Nunca lo hemos hecho solos-as, sino en comunión con otras iglesias y movimientos religiosos, porque siempre hemos estado convencidos-as de que el Espíritu del Señor sopla mucho más allá de los límites de nuestra iglesia, así como más allá de los límites de cualquier otra iglesia. No somos una secta y creemos que el amor del Señor es para todos y todas.


Bruno Gabrielli (a la izq.) junto a Edward Kyeremateng, director del coro ghanés de su congregación.

Mucha gente imagina que los-as valdenses y metodistas tenemos poco o nada que ver con nuestros antepasados de la Edad Media. Nuestra identidad ha sufrido más de una transformación a lo largo de los siglos. De hecho, puede decirse que nuestra identidad como iglesia ha estado y sigue estando en constante cambio. «Aún no se ha manifestado lo que seremos» fue el verso de I Juan 3:2 elegido por el profesor Paolo Ricca para su sermón con motivo del tercer centenario del Glorioso Retorno (1689-1989). Aun así, la similitud entre los principios básicos de los valdenses de entonces y los de hoy sigue siendo impresionante. Parafraseando las palabras de John Quincy Adams, interpretado por Anthony Hopkins en la película Amistad, “no podemos negar que ‘lo que somos’ es también ‘lo que fuimos’».

Por supuesto, no deseo idealizar nuestra historia ni la fe practicada y vivida por nuestra Iglesia en la actualidad. Sin embargo, es innegable que son escasos los-as cristianos-as, especialmente en Italia, que estén dispuestos-as a someter sus ideas y comportamientos a la crítica constante de la Palabra de Dios, la cual se basa en el amor. Este amor se caracteriza, aún más particularmente, por su carencia de fronteras y prejuicios hacia aquellos-as que se presentan como «diferentes» debido a su etnia, lengua, cultura, sexualidad o religión. Lamentablemente, para demasiadas personas, este enfoque inclusivo se percibe como una amenaza potencial.

Según la Inquisición Católica Romana, los valdenses medievales llamaban «hermanos» incluso a los judíos y a los musulmanes, que entonces eran considerados en general los peores enemigos de Dios en una Europa supuestamente cristiana. Los valdenses llamaban «hermanos» a los judíos porque la Biblia e incluso el Señor Jesús habían salido de ellos; los musulmanes también eran «hermanos» porque, cuando se acercaban al Santo Sepulcro de Jerusalén, se quitaban los zapatos en señal de respeto. Del mismo modo, la diaconía valdense moderna acoge a todos sin discriminación, no sólo a los destinatarios de sus cuidados diaconales, sino también como miembros a su personal, incluidos los creyentes de cualquier religión y los que no creen en ninguna.

La «barba»* valdense medieval predicaba y practicaba la pobreza, desplazándose de ciudad en ciudad y contando con la generosidad de sus hermanos y hermanas. Los pastores y diáconos valdenses de hoy también son itinerantes, aunque se desplazan cada pocos años en lugar de cada pocos días, y siguen recibiendo el mismo modesto salario mensual, independientemente de la gran carga de tareas que se les encomienden. A lo largo de su historia, para proteger su libertad religiosa, los valdenses nunca han querido que sus predicadores dependieran económicamente de otros y, menos aún del Estado, que esperaban fuera laico e igualmente respetuoso con todos, creyentes y no creyentes, sin favoritismos ni privilegios. En cuanto a la dirección de la Iglesia valdense, incluso antes de unirse a la Reforma Protestante en 1532, siempre fue de una naturaleza de hermandad -nunca ejercida por ningún «hombre fuerte»- y así sigue siendo en la actualidad.

Por supuesto, tal vez incluso más que en el pasado, estos principios se enfrentan al sectarismo autoritario, nacionalista, ideológico y religioso que actualmente resurge en casi todas partes, así como con la injusticia económica que oprime a la mayoría de los pueblos del cono sur, la inminente catástrofe ecológica y las aterradoras guerras que están teniendo lugar en Europa, África y Medio Oriente. Permanecer fieles a Dios, que es amor universal, es difícil incluso para personas como nosotros-as, que llevamos muchos siglos intentándolo. Somos una pequeña minoría que siempre ha estado al borde de la extinción. Aunque quizás nunca antes se nos haya admirado tanto como hoy, continuamos en constante declive, en parte debido a que no estamos inmunes a la crisis general de los movimientos por la justicia, la paz y la integridad de la creación, con los cuales hemos compartido la esperanza de un mundo mejor y el compromiso de hacerlo posible durante décadas.

Por eso, «Contra toda esperanza, en esperanza creemos” (Romanos 4:18) «hasta ahora el Señor nos ha ayudado» (1 Samuel 7:12), queremos esperar que el Señor vuelva a ayudarnos.


Bruno Gabrielli, el autor de este artículo es actualmente pastor de la Iglesia Valdense de Palermo. Bruno ha viajado mucho por Estados Unidos y ha participado en dos ocasiones en el programa Misión en EE.UU. de la Iglesia Presbiteriana (EE.UU.), como pastor visitante en la Iglesia Presbiteriana de San Pedro junto al Mar, en Rancho Palos Verdes (California), y en el Presbiterio de Beaver Butler, en Pensilvania.

*Barba: predicador valdense itinerante.

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