RELATO DE UN ENCUENTRO – Edición Febrero-Marzo 2020
Campamentos y memorias vivas de encuentros varios
Mientras el otro está con ganas de argumentos
torpe, a cierta distancia.
Él está con los niños
en plena poesía
del Reino.
(Los niños y Jesús, Enrique Casaravilla Lemos)
Hacer campamentos implica proponer un espacio de vivencia de la fe particular. Espacio que a veces se presenta como una alternativa a las propuestas tradicionales de las comunidades de fe a la que lxs acampantxs pertenecen; a veces como la continuidad de un proceso sostenido (pienso en campamentos de grupos de escuela bíblica, del Movimiento Juvenil Valdense, o los espacios de formación teológica que adoptan este formato) y son también para algunxs el primer acercamiento a la vida de fe.
Esta intencionalidad es clara para quienes nos acercamos a estos espacios: llegamos al campamento con preguntas, inquietudes y cosas para decir. Algunxs acampantes afirman que no creen en Dios, otrxs se lo preguntan y otrxs nos interpelan personalmente desde el pedido de compartir nuestra propia experiencia, invitándonos a dar testimonio.
Los campamentos se construyen entonces, en un diálogo constante entre educación y evangelización; una invitación a pensar y construir nuestra vida de fe desde lo colectivo y desde la construcción de otras formas. Experiencia que por más breve que sea, nos da los insumos para pensar críticamente nuestra cotidianidad. Pensarnos en campamento, desde la colectividad, es también un llamado a reconstruir nuestras prácticas, resignificando los liderazgos y protagonismos; y es así que, por ejemplo, la oración toma la forma de flores de papel que se abren, descubriendo pedidos individuales que hacemos colectivos, y que reconocemos maravilladxs, con las mil maneras de escribir que descubrimos desde la diversidad de nuestros dones.
Los campamentos nos desafían a ensayar otra realidad, y eso no es más que la esencia del juego. Poner otras reglas y redescubrir lo común desde otra dinámica. El juego, que también se construye desde la invitación nos desafía a abandonar los automatismos y las lógicas de la productividad: en el juego ponemos todo de nosotrxs en pos de un objetivo que no «sirve». Pero el juego es también una herramienta pedagógica, con reglas y una estructura cargada de intencionalidad. Y en el caso de campamentos con niños y niñas pequeñas, es una de las herramientas a las que apostar para acercarnos desde un lugar más familiar.
Pienso ahora en la experiencia de hacer campamentos con niñxs de 4 y 5 años y cómo la comprensión de la importancia del cuidado de la creación llega a través de un personaje y una narrativa que me llenan de confianza y permiten explorar mi entorno y maravillarme, de tal forma que el día se transforma en noche y cambia la temperatura, el sonido y los colores. El juego es entonces una invitación a descubrir un misterio que, si bien todavía no tengo las herramientas para comprender, puedo habitar.
En aparente oposición a la libertad lúdica están las pilas de papeles, papelógrafos, cronogramas y objetivos, días de planificación y preparación previos. Los campamentos son también eso, un extenso trabajo logístico. El campamento es encuentro de personas dispuestas a trabajar para que suceda, pero es también todo el contenido con el que esa estructura se llena y todo lo que no entra en esa estructura: el encuentro que se genera en el contexto del campamento, entre líderes, acampantes y el entorno, y que escapa de la lógica cotidiana. Uno de los ejemplos más claros del impacto que genera el encuentro en la vida de fe de lxs acampantxs, lo conocí en el testimonio de Jake, compañero líder en Camp Fowler -centro de campamentos hermano del Parque XVII de Febrero y con quienes venimos realizando intercambios desde hace algunos años-. Una de las propuestas de Fowler son campamentos fuera del predio, que implican salir cargando con la comida y demás implementos necesarios -carpas, sobres de dormir, ropa- y realizar el campamento al tiempo que se recorre un área protegida particular. Acampando cada tarde en un lugar diferente y continuando camino cada mañana. Para Jake, su experiencia como cristiano solo había cobrado sentido en el asombro y en el encuentro comunitario con la naturaleza, que lo habían motivado a continuar como líder en el campamento, así como relacionarse con la Biblia desde un lugar mucho más cercano a aquello que le erizaba la piel y dejaba sin palabras.
Y un campamento es también un montón de expectativas concretas. Hay cosas que sé que van a pasar, que pasan siempre y que espero. Esa es la dimensión litúrgica de los campamentos: a grandes rasgos, hay una serie de elementos que le dan su sentido ritual; y a la vez, cada uno de esos elementos acarrea una tradición muy concreta arraigada en nuestros espacios. En un campamento hay juegos grandes y chicos, hay de esos en los que nos manchamos con barro o con agua de colores; hay fogones, para los que preparamos sketchs, de esos que nos acarician con una historia o que se nos van hasta tarde en una seguidilla de canciones ‘de las que nos sabemos todxs’. Podemos pensar también la dimensión litúrgica de los campamentos en relación a la evangelización y los momentos concretos de devocional y lectura de la Biblia: el entorno del campamento nos invita a hacer una lectura situada en nuestro contexto, desde un contacto con la naturaleza y nuestra comunidad, mucho más cercano al cotidiano pero que se construye en el ir y venir entre mi experiencia acá y mi vida afuera, que me invita a hacer y ver las cosas de otra manera, pero que me recuerda constantemente las limitaciones de mis actos.
Por otro lado, toda nuestra identidad cristiana se juega en lo concreto, en, por ejemplo, el acto comunitario de compartir la comida: «Acá nos esperamos para comer, no arrancamos hasta que todos y todas estemos servidas… Y también agradecemos por los alimentos con una canción». Esas líneas son una advertencia para que quien viene al campamento por primera vez entienda por qué lxs demás lx miran con esa cara si arranca a comer antes, o para que no se asuste cuando justo antes de comer el comedor se llene de palmas y voces que agradecen en canción el poder compartir aún otro momento.
El campamento nos convoca y nos hace comunidad, estamos juntos y juntas, celebrando nuestras diferencias y encontrándonos con el objetivo de hacer el campamento. Habitarlo ya sea desde el lugar de líder, acampante, voluntario/a en la cocina o el predio. Los campamentos hacen lugar para todxs e invitan. Para muchos y muchas los campamentos forman parte de nuestras vidas desde niñxs y no los hemos dejado de habitar desde entonces, nos encontramos a veces desde el lugar de líderes, y seguimos aprovechando cada oportunidad de estar desde el lugar de acampantes. También están aquellxs quienes no disfrutaron su pasaje como acampantes pero que se encuentran ahora mucho más cómodxs en el lugar de líderes. Las instancias de formación que el ser líder genera, nos invitan a ser parte de espacios que no son comunes ese momento de nuestras vidas: espacios por y para lxs jóvenes, donde nuestros saberes y capacidades no se abordan desde la carencia o desde el no estar lo suficientemente preparadxs; sino desde lo que podemos construir colectivamente. Y esa es la invitación que unx jóven busca y necesita para elegir y construir su vida de fe, no desde la tradición ni la imposición, sino desde el protagonismo de sus propios procesos.
Porque los campamentos son también denuncia y anuncio. Denuncia que se vive en la tensión entre el adentro y el afuera del campamento. Y anuncio que se siente y construye en la experiencia de otra realidad posible, en la búsqueda de formas de acercar esa realidad a otros y otras desde la invitación, en la escucha y la sorpresa frente al testimonio ajeno, en el encuentro que produce y multiplica formas de vivir desde el amor. Denuncia y anuncio que nace de la voz y ejemplo de niñas y niños, en el reconocimiento de su voz y el encuentro con su experiencia… Verano de 2016: en un campamento de niñxs de 9 y 10 años, acampantes y líderes cantamos una canción que curiosamente se había vuelto algo así como el hit del campamento; ante el constante pedido de repetición, comenzamos a pensar entre líderes en propuestas para variar la forma en la que la repetíamos, fue así que propusimos «la primera estrofa la cantan solo los líderes, y la segunda solo los acampantes». Ante esto, Josefina, una acampamente, dijo enojada «¡Ah, yo también quería cantar!». La voz de Jose acalló idas y vueltas teóricas sobre el lenguaje inclusivo, y de una demanda de inclusión se transformó en invitación. Ese día nos enseñó que hay discusiones que se estancan en la teoría, y que se juegan en la escucha de quienes nos exigen ver lo que acostumbramos a obviar.
Estas palabras son un collage de experiencias e ideas, propias y ajenas. Son el resultado de varios encuentros, charlas espontáneas y algunas intencionadas. Es un intento de reconstruir mi vida de fe desde el protagonismo que los campamentos han tenido en ella. Para quienes hacemos campamentos, son nuestra forma de vivir la fe, y la forma en la que invitamos a otros y otras y damos testimonio. Los campamentos como experiencia transformadora son un montón de ideas muy personales y abstractas, arraigadas en experiencias concretas y compartidas; es esta oscilación entre el singular y plural, pero siempre de la primera persona. Es muy difícil poner nombres, siquiera creo que sea justo firmar con el mío. Gracias a quienes me invitaron a hacer y vivir campamentos, a quienes me prestaron sus ideas, compartieron experiencias, y pusieron palabras a todo esto que es y está tan vivo que a veces es difícil contemplar.
Marcos Rostán